En una clara demostración de que está dispuesto a bancar a su ayudante de campo, Ramón Díaz sentó junto a él a Emiliano, quien había sido muy cuestionado en la última semana.
Por: Ezequiel Scherpor Ezequiel Escher
Puede estar partiéndose el mundo, pero bajo ninguna dimensión un papá en serio pone el oficio que sea por encima del oficio de ser papá. A Ramón Díaz lo apuntan unas cuantas cámaras y bajo el brazo tiene conferencias de prensa en cuatro de los cinco continentes, pero de ninguna forma, a pesar de que digan lo que digan, pierde de vista que, ahí, el tipo que tiene al lado es su hijo. Por eso, antes de que cualquier cosa arranque, le pregunta: “¿Querés agua?”, aunque Emiliano Díaz tenga dos manos, un vaso y una botellita a su disposición.
A sus camisas apenas las diferencia un tono, que es el exacto que divide el azul del violeta. Ninguno de los dos se abrocha los últimos botones, aunque Emiliano se arremanga. Uno está afeitado, usa raya al costado y gomina, el otro tiene una barba recién amanecida, cresta y gel. Los dos tienen un reloj en la mano izquierda, en el mismo tono de plateado. Están sentados en dos sillas que se mantienen a la misma altura –la tercera que hay en la sala de conferencias de prensa de River tiene una falla y no se puede usar–, lo que hace que la similitud entre el tamaño y la forma de sus cejas parezcan una línea recta de pelos. Sus tabiques son iguales: rectos y pronunciados. Se llevan 33 años y nadie dudaría que son padre e hijo. Pero no por sus similitudes físicas.
Dos veces participa Emiliano en la conferencia de prensa. En las dos, Ramón pone a disposición de sus dedos todos los nervios que tiene: en la primera, hace girar sus pulgares uno encima del otro; en la segunda, hace caer uno tras uno los dedos de su mano derecha sobre la mesa. No es que no le tenga confianza. Alguna vez, Roberto Fontanarrosa escribió que no entendía nada de música, pero que cuando su hijo tocaba se desesperaba porque no fallara en ningún compás. De eso, se trata: si hiciera falta, Ramón Díaz entregaría todo su prestigio a cambio de que su hijo no la pasara mal ni un sólo segundo.
A Emiliano esta relación le costó, pero la entendió una mañana en la que iba a jugar un Platense-Tigre por el Reducido, cuando su papá lo llamó y le dijo que pasara lo que pasara él iba a estar orgulloso de él porque sabía cuánto se había esforzado. Por eso, no se desespera cuando ve y escucha que, en todos lados, piden su cabeza. Confía sólo en su esfuerzo y asume que todo es parte de un juego macabro en el que muchos envidian tener una relación como la que él tiene con su papá.
Casi todo lo que dice en la conferencia de prensa, es circunstancial. La voz, este mediodía, la tiene Ramón. Aun así, sobre el final, luego de hacer un chiste, se guarda lo que resulta una declaración de principios: “Yo no sé por qué a muchos no les gusta esta relación padre e hijo, pero estoy seguro de que no entienden la relación que nosotros tenemos.” Cuando lo dice, su papá, el entrenador más ganador de la historia de River, lo mira admirado. Para él, es una alegría: alguna vez, dijo que lo que más le interesaba aprender de su viejo era la manera en que hablaba en los medios.